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La legendaria caza de ballenas con arpón

La tradición ballenera en España tiene su origen en los marineros vascos del siglo XII. La envergadura de su flota ballenera queda reflejada en el hecho de haberse encontrado restos arqueológicos de su presencia en Terranova, Canadá. Dicha actividad se reflejó en los escudos de villas como Bermeo u Ondárroa.

En Galicia, hay constancia de caza de ballenas desde el siglo XIII. En la Edad Media los marineros vascos establecieron bases y atalayas de avistamiento en la Costa da Morte, que pasó a constituir uno de los centros principales de caza. La industria gallega comenzó su despegue en el siglo XVII, con un rendimiento sostenible que se prolongó hasta el siglo XX.

Precisamente, desde 1955, tras el cierre de la última factoría mediterránea, fue la costa gallega la única con una industria dedicada a la caza de ballenas, destinada al mercado internacional. Esta situación se truncó con la adhesión española a la moratoria de 1985, y el cese de la actividad, que motivó el cierre de las factorías de Bueu, San Cibrao y Cee.

El lunes, Islandia rompió con 14 años de tregua entre sus marineros y las ballenas. La nave Njordur cazó un rorcual aliblanco de cinco metros, dando inicio a un supuesto proyecto científico que incluye la localización y captura de otros 500 ejemplares en dos años.

El órdago islandés, que ha obviado las amenazas internacionales de boicot comercial, se justifica en un proyecto de su Instituto de Investigación Marítima para controlar la población de cetáceos. Según el Gobierno de Reikiavik, las 43.000 ballenas que habitan sus aguas consumen anualmente unos dos millones de toneladas de pescados y krill, por lo que su caza es vital para mantener el ecosistema marino y las reservas de pesca.

Islandia ha aprovechado uno de los supuestos establecidos por la Comisión Ballenera Internacional (CBI) para permitir la caza de ballenas. El argumento de la investigación y mantenimiento de los recursos pesqueros, es la excusa también empleada por Japón para hacer caso omiso de los acuerdos internacionales.

Un gran negocio

El plan islandés contempla la caza supervisada por científicos, pero su destino último, el de la carne de los cetáceos, es el consumo humano. Un fin que otro país, Noruega, admite sin tapujos para la caza indiscriminada de ballenas en sus aguas.

Las capturas de cetáceos constituyen un lucrativo negocio al que Islandia ha recurrido para intentar superar la crisis pesquera que vive el Mar del Norte. La rentabilidad está asegurada, basta con observar los casos de Noruega y Japón. En este último país, la industria ballenera maneja cifras superiores a los 22.400 millones de euros anuales.

Del animal se puede aprovechar todo. Su carne alcanza en los mercados hasta 80 euros por kilo, la sangre es empleada como fertilizante y los aceites y grasas tienen al sector farmacéutico y cosmético como grandes clientes.

Una moratoria ignorada

Han sido estos tres países, Japón, Noruega e Islandia, los que han provocado los recientes desacuerdos en el seno de la CBI sobre el establecimiento de dos santuarios en el Atlántico y en el sur del Pacífico.

Una lucha iniciada en 1986, cuando la Comisión estableció una moratoria internacional para evitar la desaparición de la especie. En aquella época, siete de las 13 variedades de ballena estaban en serio peligro de extinción.

Aquella moratoria fue ignorada desde un principio por Noruega y Japón. Islandia, al igual que la extinta Unión Soviética, la acató en 1989. Ahora, 14 años después, los islandeses vuelven a armar los arpones.

La pesca de cetáceos está en el origen de Orio, que adquirió el título de villa el 14 de mayo de 1379 con el nombre de Villarreal de San Nicolás de Orio. Durante muchos años, la caza de la ballena vasca supuso una fuente de riqueza para la localidad. En la actualidad, ya no quedan animales de esa especie, tambien llamada franca, que proporcionaba mucho aceite y era lo suficientementemente lenta como para que las embarcaciones de los arrantzales se acercasen a ella. Los astilleros vascos eran considerados los mejores de Europa en el siglo XVI y sus pescadores llevaban fama de ser muy hábiles. La captura de las ballenas se realizaba con arpón. Tres embarcaciones, con media docena de hombres cada una, rodeaban al animal y le daban muerte; dos barcos más apoyaban el arrastre de la pieza a tierra. La Cofradía de Pescadores de San Nicolás de Bari todavía rememora la captura del último ejemplar, en 1901.

San Nicolás. Quien pasee por el casco urbano de la villa, acodada en la ría del Oria, podrá admirar mansiones nobles como Claesens y Kolon Txiki. También descubrirá la iglesia parroquial de San Nicolás, con planta de cruz latina, poderosos contrafuertes exteriores y dos atrios porticados que se comunican entre sí con un mirador. Para redondear el recorrido, no estaría mal darse una vuelta por la ría y ver las embarcaciones atracadas en el muelle. Para descansar del paseo, disponemos de las áreas recreativas de Luzarbe y Antilla.

Un maravedí por persona. En el pasado, Orio vio pasar a muchos peregrinos jacobeos que llegaban de San Sebastián, a través de la ladera del Mendizorrotz, con intención de cruzar la ría. Aquellos penitentes tenían el privilegio de hacer gratis la pequeña travesía en barca que, habitualmente, costaba un maravedí por persona.

Aún quedan restos de la antigua calzada que seguían, así como uno de sus habituales lugares de encuentro: la ermita de San Martín de Tours, que nos ofrece una excelente vista de la costa.

Gures es una pequeña parroquia de Cee de apenas cuarenta vecinos. Situada sobre una ladera, pasa desapercibida a quien circula en coche por la carretera principal. Son muy pocos los que se desvían hacia el puerto de Caneliñas, un lugar al que, durante años, no dejaban de llegar camiones. Iban a buscar cajas de carne de ballena fresca, ballena gallega. Cachalotes y otras especies que pasaban a escasas 40 millas del cabo Fisterra y que los barcos de Gures arponeaban para despedazarlas en el puerto.

La factoría de Gures tenía en los años sesenta una media de cincuenta empleados, a los que hay que sumar las tripulaciones de los dos balleneros que operaban en la zona, de unos 15 hombres por barco. Cada año trabajaban entre los meses de mayo a diciembre, más tarde, en los 80, el período de trabajo se fue acortando. En la aldea los hombres y mujeres de más edad recuerdan perfectamente la factoría. Urbano Rodríguez trabajó en la ballenera durante 15 años, hasta que cerró con la prohibición de la caza de dichos animales. Recuerda que al principio había una gran abundancia, que se cazaba cachalote, además de ballenas blancas y azules, y que por la rampa del pequeño puerto subían para su despiece hasta cinco animales diarios. Allí los esperaban un grupo de japoneses afincados en el pueblo que eran quienes decidían qué se aprovechaba y qué no de los rorcuales. Ellos eran los destinatarios finales de la mercancía: grasa, carne o vísceras. Hasta los huesos se empleaban para fabricar harinas. Con el paso de los años y la reducción del volumen de capturas cada vez sobraba menos. Pero esto fue antes de los ochenta. Luego llegó la amenaza de cierre por la prohibición, los viajes a Madrid de los trabajadores pidiendo alternativas, las promesas de construir una piscifactoría y la realidad de que nada se hizo, dejando que la planta se desmoronase y el conjunto se quedase como un recuerdo.