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'De Moby Dick a otras ballenas'.

Día de Todos los Santos de 1604. Pedro García de Castro acaba de ser contratado por la ballenera de Gijón para realizar tareas de talayero. Recibirá cinco ducados hasta Navidad y «dos soldadas» de las capturas que puedan llegar desde entonces y hasta el Antroxu. Empieza en Asturias la costera de la ballena.

Pedro otea el horizonte desde el cabo de San Lorenzo, observa el típico soplo del animal y da la señal convenida. Del puerto comienzan a salir embarcaciones provistas de arpones, dardos, estachas, lanzas y sangraderas. Seis personas viajan a bordo de cada chalupa, que se mueve a golpe de remo mientras se acerca a la ballena. El arponero da muestra entonces de su pericia. Sabe que de su habilidad y puntería depende el éxito de la operación y sabe también que si la ballena muere recibirá, además de un sueldo de privilegio, una de las aletas. Se sitúa en la proa y lanza su arpón de hierro sobre el cetáceo, que queda de inmediato unido a la embarcación por una cuerda de cáñamo.

El animal, furioso, intenta escapar sumergiéndose bajo el agua y arrastra tras él a la chalupa a velocidad de vértigo. Pero, cuando sale a flote, el resto de los lanchas continúan clavándole más arpones, lanzas y sangraderas. Hasta que se desangra, muere y es remolcada al puerto. Allí se inicia la subasta pública y el reparto.

El enorme y mítico animal fue una importante fuente de riqueza para numerosos pueblos cantábricos desde el siglo XIII al XVIII. Y esa riqueza debía repartirse conforme a las normas de la época. El arrendador del puerto, en muchos casos el ayuntamiento, se llevaba su parte y la Iglesia gozaba también de sus privilegios. Un ejemplo de ello podría ser el acuerdo alcanzado en Candás en 1618 entre el párroco y los feligreses, que se comprometían a donar todos los vientres de los cetáceos que llegasen a puerto. Pero eran los empresarios encargados de la caza de ballenas y su comercialización, en su mayoría vascos, los que se llevaban la mejor tajada.

Claro que antes de repartir beneficios, el animal debía ser descuartizado. En primer término se cortaban los trozos de grasa que escondía bajo su piel. En la mayoría de los puertos había entonces 'casas de ballenas', dotadas de hornos de leña sobre los que se instalaban grandes calderas metálicas que iban derritiendo la grasa hasta obtener el aceite o saín. Conservado en barricas de madera, era transportado hacia los puertos guipuzcoanos, desde donde se exportaba a varios países europeos. Hasta la llegada del petróleo, era el combustible más empleado para el alumbrado y tenía, además, otras aplicaciones como lubricante.

También se aprovechaba una parte de la carne, conservada en barricas de salmuera para su consumo. Sus barbas eran muy apreciadas en corsetería -hoy se sigue utilizando el término 'ballena' en fajas y sostenes- y sus huesos tenían múltiples utilidades, incluida la construcción de viviendas.

Aprovechamiento

Pero mucho antes de que Pedro García de Castro tuviera empleo y el cura de Candás lograse tan sustancioso acuerdo para el mantenimiento parroquial, las ballenas ya eran objeto de aprovechamiento. No es descabellado pensar que de sus varamientos se sacara partido antes incluso de que alguien tuviera la osadía de afrontar la captura de los 'monstruos marinos'. Los fenicios ya lo hicieron en el Mediterráneo y los esquimales en Groenlandia y Alaska, aunque no es hasta el siglo XI cuando existe el primer documento que certifica la actividad de pesca, como tal, por los vasco franceses. Rápidamente se extendió por todo el Norte de España, incluida Asturias. Existe poca documentación en el Principado sobre el origen de la caza de ballenas, pero está acreditado que en siglo XIII era ya una actividad común. Entonces se producían migraciones durante el invierno de las denominadas ballenas vascas desde el Atlántico Norte hasta el Cantábrico, donde el cetáceo paría y criaba a ballenatos y cabrotes.

Era lenta, confiada y poco agresiva, lo que la convirtió en presa 'fácil' de los pescadores cantábricos. La actividad creció y se consolidó. Y la caza del gigante continúo hasta que en el siglo XVII comenzaron a escasear las capturas y, en el XVIII, concretamente en 1722, se cita en el libro de cuentas del Gremio de Mareantes de Gijón la última ballena capturada con el sistema tradicional de arpones y sangraderas.

De ese largo periodo quedan huellas en los puertos de Gijón, Puerto de Vega, Tapia de Casariego, Luarca, Lastres, Candás y Luanco. Todos ellos tuvieron momentos de gloria que llegaron a su fin cuando desapareció la ballena vasca del Cantábrico, un animal que hoy se encuentra al borde de la extinción.

Esa época de esplendor se recuerda estos días en la sala de exposiciones de la Antigua Rula de Gijón, donde la historia de las capturas se mezcla con la literatura y el arte. La recreación en imágenes de 'Moby Dyck', salida de la paleta del ilustrador cántabro José Ramón Sánchez, comparte espacio con la rememoración de un pasado de riqueza pesquera y también de muerte. La captura del gigante también se cobró vidas. Baste mencionar el acuerdo suscrito entre balleneros de Orio y el párroco de Tapia de Casariego en 1636 para proporcionar sepulturas a quienes allí fallecieran durante la costera.