¿De mar o de piscina?: Preferible peces pescados
Desde que el género humano siente la, al parecer, ineludible necesidad de chapuzarse en agua dulce o salada, afición por otra parte bastante reciente, una nueva división lo separa: la que enfrenta a los partidarios de bañarse en el mar y a quienes prefieren hacerlo en una piscina.
En lo que a mí respecta, y dadas las nulas capacidades natatorias con las que me dotó la Naturaleza, que no me hacen renunciar al chapuzón, encuentro más agradable bañarme en el mar, a poder ser en las frías aguas de Galicia; pero reconozco que la arena, que hace que uno se sienta rebozado como una croqueta en trámite de freírse, es una de las pegas más sólidas que pueden ponerse a la playa; porque la de la masificación es aplicable, en general, a playas y piscinas.
Ahora bien, me declaro incondicional partidario de que naden en el mar, y no en piscinas, los seres que han nacido para nadar, esto es, los peces. Es decir: que, a la hora de comer pescado, prefiero el que ha vivido en aguas libres al que ha crecido en una pileta de piscifactoría.
El futuro es la acuicultura
Conste que sé que la acuicultura es el futuro, y que entre no comer pescado y comer uno de granja siempre será preferible lo segundo; reconozco que defender la acuicultura es políticamente correcto, sí, pero... si puedo, consumo pescado salvaje.
He dicho que la acuicultura es el futuro. Bueno, sí, pero también tiene un largo pasado. Ya los romanos -¿quiénes, si no?- criaban determinadas especies de peces en estanques, y en estanques muchas veces de agua dulce. Mújoles, morenas, doradas, lubinas... Detengámonos en éstas, que guardan uno de los sabores más delicados que ofrece el mar.
Hoy abundan las lubinas de piscifactoría. Todas igualitas, del mismo tamaño, de las de ración. Ya las criaban, decimos, los romanos; al menos, eso explica el gaditano del siglo I de nuestra Era Lucio Junio Moderato Columela, que da en su monumental obra De los trabajos del campo muy sabias instrucciones para el éxito en la acuicultura.
Pero ya Columela advierte que los paladares romanos más educados rechazaban a los lobos de río, que era como llamaban a estas lubinas en contraposición al lobo de mar; recuerden que lubina viene de lobo, y así se llama en inglés (seawolf) y en francés (loup). Los romanos, cuentan Horacio y Plinio, "sólo admitían las lubinas pescadas entre los dos puentes, que hubiesen luchado contra la corriente del Tíber". Los dos puentes eran el Milvius y el Sublicius, en Roma.
Como el lobo terrestre, la lubina es un voraz predador, aunque, a diferencia de aquél, sólo es gregaria cuando es joven. En libertad, y si vive lo suficiente, puede llegar a pesar más de ocho kilos. En piscina, ni de lejos. Y conste que me encantan las robalizas -lubinas de ración- que se pescan -yo mismo, de chaval, lo hice- en las proximidades del Seixo Branco, en la ría de La Coruña. Son lubinas pequeñas, sí, pero de aguas muy batidas, carnes firmes y sabor delicioso.
Sabor delicioso... Tenue, además; por eso, y aunque la lubina haya merecido grandes y complicadas recetas en la gran cocina universal -destaquemos la clásica lubina al hinojo, la lubina al champagne o la lubina a la pimienta verde de Pedro Subijana-, yo suscribo lo escrito por mi paisano Picadillo allá por 1905: "Tanto este pescado como el rodaballo (...) son de un gusto delicado y de una finura extraordinaria; por eso en la cocina no se emplean más que cocidos, pues prepararlos de otra manera es hacerles perder gran parte de su mérito". Exagera un poco, pero razón no le falta.
Lubina en lomos sin espinas
En efecto, como más me gusta la lubina es así. Unos buenos lomos, sin espinas, claro está, pero con su piel, que es el carnet de identidad de muchos pescados. Hablando de pieles, fíjense en que los fraudes habituales -dar, por ejemplo, perca del Nilo como filetes de mero, o confundir pez espada con algún escualo- se cometen con pescados desprovistos de su piel; ténganlo en cuenta al ir a la pescadería.
Bien, pues esos lomos, salados un cierto tiempo antes -al pescado hay que dejarle que tome la sal, y no echársela en el último momento-, cocidos brevemente, pero tampoco dejándolos crudos, y mejor al vapor, irán al plato, siempre con su piel, en la armónica compañía de unas patatitas bien blancas cocidas también al vapor y con el único añadido de un hilo generoso de un gran aceite virgen. Un buen blanco en las copas... y recuerden a Columela.
Eso sí: la acuicultura es el futuro. Pero, mientras quede algo de presente, procuremos disfrutarlo, y miremos a la playa, al mar, mejor que a la piscina.